ÇáãÓÇÚÏ ÇáÔÎÕí ÇáÑÞãí

ãÔÇåÏÉ ÇáäÓÎÉ ßÇãáÉ : El cuento ?ntegro de Mario Vargas Llosa sobre el desamor


Reem
01-19-2023, 07:02 AM
Fui a la manifestaci?n por la clausura de los cines Ideal, en la Plaza de Jacinto Benavente y, apenas acababa de comenzar, me sobrevino uno de esos vientos intempestivos que ahora me asaltan con frecuencia. Pero nadie se dio cuenta a mi alrededor. Lamenté haber ido porque éramos apenas cuatro gatos y casi todos unas ruinas humanas como yo. A ning?n joven madrile?o le importa**que desaparezcan los ?ltimos cines de Madrid; jam?s pon?an los pies en ellos, se hab?an acostumbrados desde ni?os a ver las pel?culas que ordenaban –si se puede llamar pel?culas esas im?genes que divierten a las nuevas generaciones- en las pantallas de sus ordenadores, sus tabletas electr?nicas y m?viles.

Osorio, posando de optimista, dice que ahora que han desaparecido los cines, tendré que habituarme a ver pel?culas en las pantallas peque?as. Pero no lo haré; también en esto seguiré fiel a mis viejas aficiones. He vivido demasiado para importarme que me digan f?sil, ludita, o, como me llama Osorio haciendo ascos, “irredento conservador”. Lo soy y lo seguiré siendo mientras el cuerpo aguante (no creo, dicho sea de paso, que por mucho tiempo m?s). Vaya, otro viento; pero tampoco nadie lo ha notado, a juzgar por la indiferencia de las caras que me rodean.

Osorio debe ser el ?ltimo amigo que me queda. Nos llamamos todos los d?as, a ver si seguimos vivos. “Buenos d?as. ?Qué tal? ?En pie, todav?a?” “Por lo visto, s?, me parece al menos”. “?Nos vemos m?s tarde, para el cafecito?”*“Oqui doqui”.*No sé cu?ndo nos conocimos; no, en todo caso, desde la juventud. Esa lega?osa ciénaga que es mi memoria me dice que hace s?lo unos veinte o treinta a?os. Yo sé que fui periodista de joven; Osorio dice que ense?? filosof?a en los colegios, pero no estoy nada seguro de que haya sido profesor y menos de filosof?a, porque sabe muy poco de esos temas. Por ejemplo, nunca ley? a Pascual, que a m? me gusta mucho. Tal vez se haya olvidado de qué cosa fue en la vida y tiene la memoria tan en ruinas como yo; que trate de enga?arme y enga?arse invent?ndose un pasado. Le asiste todo el derecho del mundo, por lo dem?s. Nuestro acuerdo es llamarnos todas las ma?anas para saber si alguno de los dos se despidi? de este mundo en el sue?o y dar parte a la autoridad a fin de que nos incineren y desaparezcamos del todo.

“Se cerraron los ?ltimos cines, pero han abierto una nueva librer?a”, me levant? el ?nimo Osorio cuando termin? la triste manifestaci?n de despedida a los Ideal. “Ya hay cuatro, ahora, en Madrid. No te quejar?s. ?Cuatro librer?as? ?M?s que en Par?s y en Londres, te lo aseguro. Créeme? ?Todo un lujo?”

Un cuento m?s, producto del patol?gico optimismo de Osorio. Lo que él llama “librer?a” es uno de esos simulacros que nos rodean,*una de esas luciérnagas que en la noche se prenden y se apagan casi al mismo tiempo. La supuesta librer?a –ayer o antes de ayer fuimos a verla- era la biblioteca de un vejete de Malasa?a que ha puesto en venta sus existencias antes de partir al otro mundo, una colecci?n variopinta de libracos mal conservados que el pu?ado de personas que estaba all? cuando Osorio y yo entramos a echar un vistazo, hojeaba y manoseaba antes de devolverlos a los polvorientos estantes. S?lo compré un librito de Azor?n que no conoc?a, una recopilaci?n de art?culos sobre literatura argentina, el*Mart?n Fierro*principalmente, que me cost? pocos centavos. Y, por supuesto, en la librer?a del vejete tuve un viento que no pude disimular. Nadie le dio importancia, salvo Osorio, por supuesto, que sonri? con una de sus sonrisas luciferinas y movi? por un instante, disgustado, las aletas de su nariz.

No encontré ninguna de esas novelitas viejas que me gustan ahora. Desde que se generaliz? la costumbre de leer novelas encargadas al ordenador renuncié a leer las que se producen –ser?a rid?culo decir “escriben”- en nuestros d?as. Cuando se invent? el sistema, parec?a una diversi?n m?s, de las tantas que aparecen cada d?a, y que durar?a lo que las modas pasajeras. Quién iba a tomar en serio una novela fabricada por un ordenador de acuerdo a las instrucciones del cliente: “Quiero una historia que ocurra en el siglo XIX, con duelos, amores tr?gicos, bastante sexo, un enano, una perrita King Charles Cavalier y un cura pederasta”. Como quien encarga una hamburguesa o un perrito caliente, con mostaza y mucha salsa de tomate. Pero la moda prendi?, se qued? y ahora la gente –la poca que lee- s?lo lee las novelas que encarga a sus esqueletos de metal o de pl?stico. Ya no se puede decir que haya novelistas; mejor dicho, todos nos hemos vuelto novelistas. Aunque también esto es falso. El ?nico novelista que queda vivo y pataleando en este planeta es el ordenador. Por eso, los lectores aferrados a la tradici?n, a la novela de verdad, la de Cervantes, Tolstoi, Virginia Woolf o Faulkner, no tenemos m?s remedio que leer a los novelistas muertos y olvidarnos de los vivos.

Esa falsa librer?a de Malasa?a durar? lo que tarden en venderse las vejeces que se agolpan en sus estantes, si es que antes no prospera la campa?a para que el Estado expropie todos los papeles impresos de cualquier orden y los incinere, a fin de evitar las supuestas bacterias nocivas para la salud con que los militantes de esa odiosa campa?a*“?Paper free society?”*nos martillan la vista y los o?dos desde hace buen tiempo. Por supuesto que yo no les creo, por m?s que haya tantos cient?ficos, alg?n Nobel entre ellos, que dicen haber comprobado tras muchas pruebas de laboratorio que la combinaci?n de papel y tinta impresa es tan maligna como la del tabaco y el papel cuando los cigarrillos exist?an y mataban a generaciones de fumadores de c?ncer a la garganta y el pulm?n. Yo creo que se trata de otra moda, una manera de divertirse para tanto ocioso que anda suelto. Me temo que al final ellos terminen por ganar la partida y que, al igual que Singapur, la primera ciudad*paper free*del mundo, también Espa?a y Europa entera terminen carbonizando sus libros, bibliotecas y hemerotecas privadas y p?blicas.

“Qué te importa que las quemen”, me dice Osorio, siempre defendiendo lo que él cree la vanguardia pol?tica de nuestro tiempo, “si todos esos libros, revistas y peri?dicos est?n ya digitalizados y los puedes consultar c?moda y asépticamente en las pantallas de tu propia casa”. Por lo pronto, no tengo “una casa” sino un cuartito diminuto con su ba?o, y, en segundo lugar, mi ordenador es casi tan peque?ito como un libro antiguo. Su argumento no vale para m?. Adem?s, no creo que él crea lo que me dice. Lo hace por hacerme rabiar. Claro que, si no fuera as?, nos aburrir?amos mucho.

Osorio afirma que él no tiene nostalgia alguna de esos remotos a?os en que mucha gente, como yo, iba a leer a bibliotecas. En cambio, yo s?. Me gustaba la atm?sfera tranquila y algo conventual de la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos, el silencio religioso de sus salones de lectura, la secreta complicidad entre los que est?bamos all?, en nuestras carpetas, leyendo al resplandor de las lamparitas de luz azulada. Cuando la Biblioteca Nacional de Madrid cerr? sus puertas también hubo una manifestaci?n, pero, a diferencia de la de hoy, all? s? acudi? bastante gente. La tristeza por la desaparici?n de esa instituci?n parec?a compartida por todos los presentes, en los ojos de algunos de los cuales juro que vi l?grimas. En Madrid aquella despedida fue pac?fica. No as? en Par?s, donde el d?a que cerraron la Biblioteca Nacional la protesta fue violenta, con incendio y hasta muertos y heridos, creo.

Es verdad que todo lo que hab?a en ese gran caser?n de Recoletos est? ahora digitalizado, al alcance de cualquier pantalla. Pero, para gentes como yo, de otra época, la vida sin librer?as, sin bibliotecas y sin cinemas, es una vida sin alma. Si eso es el progreso, que se lo guarden donde el sol no les alumbre. “Eres un pterod?ctilo, un dinosaurio, un antediluviano”, me dice Osorio. No es imposible que tenga raz?n.

Que yo sepa, Osorio nunca tuvo familia. Tendr?a padres, s?, pero no se acuerda de ellos, ni de si tuvo hermanos, y asegura definitivamente que nunca estuvo casado. Yo, en cambio, me acuerdo apenas de mis padres, con los que, creo, nunca me llevé bien, y no sé si tuve hermanos o no; en todo caso se han borrado de mi mente. Pero, en cambio, de Carmencita, mi mujer por muchos a?os, me acuerdo muy bien. S?lo que no hablo con Osorio nunca de ella. Todas las noches, parece mentira, desde que comet? la locura de abandonarla pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que s?lo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita por una mujer que no val?a la pena. Ella nunca me perdon?, por supuesto, jam?s pude amistarme con ella, y, para colmo, Carmencita se cas? con Roberto Sanabria, mi mejor amigo hasta entonces. Es el ?nico episodio de mi remoto pasado que mi memoria no ha olvidado y que me atormenta todav?a. Todas las noches, antes de dormir, pienso en Carmencita y le pido perd?n. Ella no lo sabe, por supuesto, a no ser que haya otra vida después de ésta y los muertos se entretengan espi?ndonos a los vivos. Nunca m?s volv? a verla y, s?lo muchos a?os después de ocurrido, me enteré del accidente en el que hab?a perdido la vida. Ya me olvidé del nombre de aquella mujer por la que abandoné a Carmencita; volver? a mi memoria, sin duda, aunque, si no volviera, tampoco me importar?a. Nunca la quise. Fue un enamoramiento violento y pasajero, una de esas locuras que revientan una vida. Por hacer lo que hice, mi vida se revent? y ya nunca m?s fui feliz.

No es cierto que sea un pterod?ctilo. No lo soy en muchos*sentidos, en todo caso. Reconozco que, en muchos aspectos, el mundo de hoy es mejor que el de mi juventud. Hay menos pobreza que antes, por ejemplo, y eso es una gran cosa. Las estad?sticas dicen que las clases medias son el ochenta por ciento de la humanidad. Un gran logro, sin duda, ojal? sea cierto. Pero que todav?a quede una quinta o sexta parte de pobres y de miserables, quiere decir que a?n estamos lejos de haber erradicado la pobreza de este planeta. Derrotar al c?ncer y al sida parec?a imposible y los cient?ficos lo han conseguido. Yo sobreviv? a un c?ncer a la sangre, sin ir m?s lejos. Tampoco imaginamos nunca que fuera tan com?n que las gentes llegaran a vivir cien a?os, y, sin embargo, ah? estamos buen n?mero de b?pedos para demostrar que no era inalcanzable. Y, sobre todo, que hombres y mujeres pudiéramos durar tanto conservando la lucidez y disfrutando de la vida, incluido el sexo. No hablo por m?, claro, pero mucha gente que debe de tener mi edad, m?s o menos, disfruta todav?a haciendo el amor, aunque yo no forme parte de ella. En cuanto a la libertad, creo, hoy d?a –ma?ana puedo haber cambiado de opini?n- que ha desaparecido enteramente de nuestras vidas. Este es un motivo de permanentes discusiones con Osorio. El cree –lo dice al menos- que somos m?s libres que nunca y se escandaliza cuando yo sostengo que éste es un mundo de esclavos contentos y sometidos. Eso s?, a veces, sobre todo cuando est? de mal humor, me da la raz?n.

Estaba pensando en todo aquello –Osorio, los cines desaparecidos, los j?venes con sus ordenadores port?tiles-, cuando sent? algo extra?o en la cabeza, algo que pas? luego a recorrerme todo el cuerpo, como un escalofr?o. Era una sensaci?n extra?a. Me palpé de manera disimulada y tuve la impresi?n de que nada me hab?a ocurrido ni en la cabeza ni en el cuerpo. ?Qué hab?a sido aquello entonces? Y, por primera vez y con creciente angustia, comprend? exactamente lo que me hab?a pasado: no sab?a c?mo volver a mi casa. Hab?a olvidado la direcci?n. Muchas veces hab?a pensado apuntarla en un papelito que llevar?a en todas mis salidas, pero nunca lo hice. Ahora me ocurr?a algo peor: también hab?a olvidado qué calles tomar para volver a mi casa, es decir, a mi cuartito con su ba?o. Miré con angustia a mi alrededor: la gente que hab?a acudido a la manifestaci?n de protesta por el cierre de los Ideal ya se hab?a retirado. Osorio hab?a partido entre los primeros, alegando que ten?a que llevar unos papeles a no sé qué ministerio. Estaba, pues, solo en aquel rinconcito de la Plaza Benavente, aunque rodeado de gente, autom?viles, buses y camiones. No ten?a noci?n alguna de qué direcci?n tomar. Llevaba mucho rato soltando vientos, como siempre que me pongo nervioso. Disimulando, como si la turbaci?n que sent?a pudiera ser advertida por la rala gente que pasaba, me acerqué a la esquina y observé atentamente el letrero que colgaba en lo alto de la pared: “Plaza Jacinto Benavente”.*No me dec?a nada, por supuesto, aunque sab?a que si rebuscaba en mi memoria, aquel nombre se me ir?a revelando poco a poco, encendiéndose como un foco de luz. Siempre disimulando, di una vuelta a la Plaza, escrutando los nombres de las calles. S?lo sent? un peque?o estremecimiento cuando le?*“Plaza del ?ngel”,*que, estaba seguro, conoc?a y me dec?a algo, aunque no sab?a qué. Finalmente, cuando hice el c?rculo completo, me senté en una banca, tratando de serenarme. Porque estaba muy asustado. Nunca me hab?a sucedido algo as?. Y en maldita hora el amigo Osorio me hab?a dejado all?, solo y olvidado -?c?mo se llamaba mi amigo? Osorio, s?-, hasta de mi propio nombre me olvido a veces; tratando de recordarlo y soltando vientos, vaya huev?n. ?C?mo oler?a mi rededor? Porque el olfato es algo que yo he perdido hac?a tiempo. Mejor echarme a caminar, tal vez moviéndome volver?an los recuerdos. S?, s?, volver?an a medida que fuera cambiando de lugar y recuperando la serenidad.

Eleg? una calle llamada*Carretas,*que era de bajada. Ten?a*la sensaci?n, casi la certeza, de que mi casa no estaba lejos. No hab?a tardado mucho esa ma?ana caminando hasta el lugar de la manifestaci?n. Media hora cuando m?s, quiz? menos, tal vez s?lo quince o veinte minutos. O sea, nada. Caminaba muy despacio para no tropezar y caerme. Mientras, recordaba cosas y personas, seguramente la direcci?n de la casa volver?a. Poquito a poco ir?an apareciendo en mi cabeza las calles que me separaban del cuartito lleno de libros y papeles, y del ba?ito donde hac?a pip?, cagaba, me afeitaba, duchaba y peinaba mis pocos pelos todos los d?as, antes de salir a caminar y tomar aquel cafecito conversando con Osorio.

Sin embargo, no reconoc?a nada ni a nadie, y menos las calles en que me paraba a leer los nombres en todas las esquinas. Otro viento, m?s bien largo y ruidoso. ?Por qué ten?a tantos? Porque estaba nervioso, siempre me ocurre. Cuando*recordara mi direcci?n, me tranquilizar?a. Llegué por fin a una plaza: la Puerta del Sol. Tuve la sensaci?n de que ese lugar, donde hab?a mucha gente y adem?s placas, un reloj, banderas, polic?as y entradas y salidas del Metro, ten?a que ser importante.*Pero no reconoc?a nada. Y para qué preguntar a nadie. ?Qué pod?a preguntar? No ten?a un solo papel encima; lo m?s probable es que al verme confuso, llamaran a la polic?a y que esta me llevara a una comisar?a. Mientras averiguaban quién era y d?nde viv?a me meter?an en un calabozo. Y yo ten?a la seguridad de que no saldr?a vivo de all?. Sent? un escalofr?o que me hizo temblar de nuevo de la cabeza a los pies. Mejor detenerme a descansar un rato y luego seguir caminando, despacio, a ver si con el movimiento de mi cuerpo volv?a la memoria a mi cabeza y por lo menos recordaba el nombre de la calle de mi casa. All? ten?a que subir una larga escalera de varios pisos, por lo menos de eso me acordaba.

Como en la Puerta del Sol no hab?a bancas, me hab?a sentado, al igual que un grupo de j?venes de ambos sexos, en el bordillo de una fuente. Recib?amos de tanto en tanto unas gotas de agua en la cabeza y los hombros. Me sent?a algo cansado, pero mi mente segu?a muy activa tratando de recordar la direcci?n de mi casa. Una vez m?s revolv? los ojos en redondo. ?Hab?a venido por aqu?? Seguramente, aunque no lo recordaba. ?Era la primera vez que ten?a una pérdida de memoria tan seria? Probablemente. Ni siquiera me acordaba de eso, tampoco.

Vi que las muchachas y muchachos con los que compart?a la fuente se levantaban, tap?ndose las narices y lanz?ndome miradas reprobadoras. “He soltado un viento”, pensé. Y ni siquiera me hab?a dado cuenta. ?Cu?nto hac?a que perd? el olfato?*Muchos a?os. Me levanté también. Me dol?a un poco la espalda y di una vuelta a la Puerta del Sol, caminando despacio. Vagamente ten?a la impresi?n de haber estado aqu? en la ma?ana temprano, sin que hubiera tanta gente como ahora, pero la memoria no me dec?a nada sobre qué calle tomar para regresar a la casa. Y de la Puerta del Sol sal?an muchas calles, en todas las direcciones de Madrid. El sol estaba muy alto en el cielo y deb?a ser pasado el mediod?a.

Es verdad que todo lo que hab?a en el caser?n de Recoletos est? ahora digitalizado, al alcance de cualquier pantalla. Pero, para m?, de otra época, la vida sin bibliotecas es una vida muerta. Y en ese mismo momento –hab?a dado ya, siempre caminando despacito, una vuelta a la Puerta del Sol- tuve la seguridad de que la calle del Arenal, que ten?a al frente, me llevar?a en la direcci?n de mi casa. El coraz?n me palpitaba muy fuerte en el pecho. S?, esta ma?ana hab?a recorrido esta calle. S?, ella me llevar?a a mi cuartito.

No soy un antediluviano en todos los sentidos, por lo demmplieconozco que, en muchos aspectos, el mundo de hoy es mucho mejor que el de mi juventud. Hay menos pobreza que antes, por eje?s. Reconozco que, en muchos aspectos, el mundo de hoy es mejor que el de mi juventud. Hay menos pobreza que antes, por ejemplo, y eso es una gran cosa. Un gran logro, ojal? sea cierto. Pero que todav?a quede una quinta o sexta parte de pobres y miserables en el planeta, quiere decir que aun estamos lejos de haber erradicado la miseria. Que haya ahora pa?ses africanos que se disputen con los del primer mundo la modernidad y el desarrollo, como ?frica del Sur, es incre?ble. Derrotar al c?ncer y al sida parec?a algo imposible y se consigui?. Y eso que llaman mieloma, que me hizo perder cerca de veinte quilos y que me vuelve a ratos, porque el mieloma es una enfermedad muy rara, nadie sabe por qué viene, ni cu?nto dura, y no suele matar a los pacientes, pero nunca se va del todo. (A m? hace como dos a?os que no me ha vuelto ese c?ncer a la sangre). Tampoco imaginamos que fuera tan com?n que las gentes llegaran a vivir tanto y sin embargo ah? estamos muchos b?pedos centenarios para demostrar que no era fantas?a. Y, sobre todo, que hombres y mujeres pudiéramos durar lo que duramos conservando la lucidez –no as? la memoria,*helàs- y disfrutando de la vida. (La ?ltima vez que hice el amor sin ayuda qu?mica fue hace unos diez a?os, creo, o por ah?, me parece).

Pero, a pesar de tantos progresos,*no se ha podido acabar con las guerras, ni con los accidentes at?micos, lo que significa que, por muy adelantado que ande el mundo, en cualquier momento podr?a desaparecer. Las matanzas entre israel?es y palestinos siguen all? como demostraci?n cotidiana de nuestra vocaci?n autodestructiva. Y es curioso que un pueblo como el jud?o, que fue perseguido en toda la historia, se haya vuelto imperialista y colonial, por lo menos con los desdichados palestinos. El accidente nuclear en la ciudad de Lahore –accidente que se pudo deber a una acci?n terrorista, nunca se pudo determinar el origen- caus? m?s de un mill?n de muertos, en cuesti?n de pocos minutos. Pese a ello, sigue siendo imposible un acuerdo internacional para desactivar los polvorines at?micos. La posibilidad de que estalle una guerra en cualquier momento entre China y la India, es una realidad que nadie ignora, pues cada d?a nos parece m?s cercana. Los pesimistas creen que, si estalla, el globo entero se desintegrar? por el cataclismo nuclear. Entre ellos no est? Osorio, por supuesto. “Si estalla, desaparecer? s?lo el Asia, créeme. Hay estudios cient?ficos y militares al respecto. Nosotros, que estamos muy lejos, sobreviviremos, no te preocupes. Y, acaso, luego del desastre, se impondr? la sensatez y reinar? la paz sobre lo que quede de la tierra. El mundo ser? un museo de esos que te gustan”. A veces, mi amigo Osorio suelta semejantes idioteces s?lo para irritarme.*Siempre lo consigue, por supuesto.

Hab?a recorrido ya toda la calle del Arenal y estaba en la Plaza de Isabel II, frente al edificio del Teatro Real, donde anunciaban una temporada de cinco ?peras de Verdi. Me sent?a muy cansado y nervioso y en todo el trayecto hab?a soltado muchos vientos, largos y seguramente olorosos. Sent?a que las piernas me temblaban. Me senté en una de las sillas solitarias de la Plaza de Isabel II, en el coraz?n del viejo Madrid de los Austrias, a ver si los recuerdos volv?an y encontraba mi casita que*deb?a de estar por estos pagos. La extra?aba.

Osorio debe ser el ?ltimo amigo que me queda. No sé cuando nos conocimos; no, en todo caso, desde la juventud. La ciénaga que es mi memoria me dice que s?lo hace unos veinte o treinta a?os. Yo sé que fui periodista de joven; Osorio dice que ense?? filosof?a en los colegios, pero no estoy nada seguro de que haya sido profesor y menos de filosof?a,*porque sabe muy poco de esos temas. Nunca ley? a Pascal, por ejemplo, al que yo le? mucho en una época y estuve a punto, gracias a él, de volver al catolicismo de mi juventud. Tal vez Osorio se haya olvidado de qué cosa fue en la vida, porque tiene la memoria tan disuelta como yo, o trata de enga?arme y enga?arse invent?ndose un pasado. Tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, por supuesto. Nuestro acuerdo s?lo es llamarnos todas las ma?anas para saber si alguno de los dos se ha despedido de este mundo y dar parte a la polic?a, para que*desaparezcamos en el fuego. Esto ya lo pensé y lo dije, creo.

Una vez m?s revisé todos los bolsillos, como hab?a hecho muchas veces en la ma?ana, creyendo que esta vez encontrar?a el teléfono m?vil, para llamar a Osorio y preguntarle la direcci?n de mi casa. Pero lo hab?a olvidado, por salir con tanta prisa a esa desdichada manifestaci?n de protesta por la clausura de los cines Ideal. Maldita sea.

Que yo sepa, Osorio nunca tuvo familia. Tendr?a padres, s?, pero no se acuerda de ellos, ni de si tuvo hermanos, y asegura definitivamente que nunca estuvo casado. Yo, en cambio, me acuerdo algo de mis padres, con los que, creo, nunca me llevé bien, y no sé si tuve hermanos o no, porque no los recuerdo, se borraron de mi mente. En cambio, de Carmencita, mi mujer por varios a?os, me acuerdo muy bien. S?lo que nunca hablo de ella con Osorio. Todas las noches, desde que comet? la locura de abandonarla, pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que s?lo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita. Nunca me perdon?, por supuesto, jam?s pude amistarme con ella y, para colmo, ella se cas? con Sanabria, un buen amigo del barrio. Es el ?nico episodio de mi remoto pasado que mi memoria no ha olvidado; y me atormenta todav?a, sobre todo en las noches. Fue un enamoramiento de la pichula, no del coraz?n. De esa pichula que ahora ya no me sirve para nada, salvo para hacer pip?. ?Por qué sigo diciendo “pichula”, algo que no dice nadie en Espa?a? La fuerza de la costumbre, por supuesto. Abandonar a Carmencita es un episodio que me atormenta todav?a. Nunca m?s volv? a verla y s?lo mucho después de ocurrido, supe que hab?a perdido la vida atropellada por un auto. Nunca he podido recordar el nombre de la mujer por la que abandoné a Carmencita. Como la direcci?n de mi casa, que se me ha desvanecido de la memoria en el peor momento. Volver?, sin duda, cuando menos lo necesite. Aquel vientecito fue largo, pero tan discreto que apenas lo sent?. ?Cu?nto tiempo llevaba sentado en la Plaza de Isabel II? Mucho rato, tal vez una hora, acaso dos. Sent?a las piernas amodorradas y pensé que me convendr?a dar un paseo. Segu?a totalmente perdido, pero, en cambio, me sent?a ahora m?s tranquilo. Deb?a de ser pasado el mediod?a, y, aunque no estaba seguro, me pareci? recordar que no hab?a tomado desayuno ni almorzado, ni siquiera bebido un vaso de agua en toda la ma?ana. Pregunté a una persona que pasaba qué hora era y me respondi? que cerca de las tres.

?Las tres de la tarde? ?Encontrar?a mi casa, por fin? ?O tendr?a que ir a la polic?a a que me ayudaran? Deber?a presentar papeles, que, por supuesto, no ten?a conmigo, y todo ser?a confusi?n y una terrible pérdida de tiempo. Hab?a llegado a una gran Plaza al fondo de la cual hab?a un edificio que inmediatamente identifiqué como el Palacio Real. ?Era esta la Plaza de Oriente? S?, lo era. Recordaba este lugar e, incluso, pensé que all?, en la noche de los tiempos, hab?a paseado por aqu?, cuando caminaba o incluso corr?a en el Paseo del Pintor Rosales, que, por supuesto, estaba cerquita, en esa direcci?n. Si segu?a, ver?a a mi izquierda el Parque del Oeste que se repletaba en las noches de putas extranjeras, sobre todo dominicanas y haitianas. Entonces reconoc?, no lejos de donde estaba, un ca?o de agua fresca en el que la gente*llenaba unas botellas o beb?a. Hice la cola y tomé unos buenos tragos de agua fresca que me sentaron muy bien. Y rematé todo aquello con un vientecito r?pido, secreto, que a nadie molest?.

Mientras caminaba por el Paseo del Pintor Rosales, pensé que era bueno que no hubieran desaparecido los museos todav?a. ?No ?bamos a eso, también? ?No est?n acaso digitalizados los cuadros y esculturas que hay en ellos? Sin duda esa es la raz?n de que tan poca gente los visite. Incluso el Prado, que sol?a estar siempre lleno, sobre todo en los veranos. Mucha gente prefiere ahora ver los cuadros en las pantallas, igual que Osorio. ?Como si fuera lo mismo ver a un Goya o a un Vel?squez o a un Rembrandt originales que en la imagen de una computadora? Lo extraordinario es que haya cr?ticos y profesores que sostienen semejante barbarie: que es preferible, no solo por comodidad del espectador, sino porque la imagen digital es m?s precisa y exacta que la original. Seg?n ellos, el objeto art?stico puede verse en la pantalla con la minucia, lentitud y totalidad que la simple vista no nos permite. Mucha gente se traga estos embustes y los museos se van quedando huérfanos. Tengo que volver al Prado uno de estos d?as, hace tiempo que no voy. Por eso, por falta de gente, les recortan los presupuestos y los abren menos horas cada d la Plazade la Plaza Debothoy dyor razones de sanidad p cada deitalidad que la simple vista no nos permite. Mucha gente se traga?a, menos d?as a la semana y menos semanas al a?o. Terminar?n cerr?ndolos por falta de p?blico. Y cualquier d?a los cient?ficos descubrir?n que la mezcla del ?leo y el lienzo son letales para la salud y habr? que quemar todas las pinturas por razones de sanidad p?blica. Espero no estar ac? todav?a cuando ocurra esa tragedia. ?Vaya que estoy pesimista hoy d?a? Hab?a llegado al Parque de*Debot, all? estaba la mole egipcia que vagamente recordaba y, como no hab?a sillas y estaba cansado, me senté en el pasto. Sent?a mi coraz?n latiendo fuerte en el pecho y pensé inmediatamente en el infarto. Pero a los pocos minutos me calmé: era una falsa alarma.

No me levanté todav?a. Estaba bien all?. No hab?a mucha gente en el Parque de Debot. Unos pocos turistas tom?ndole fotos al monumento egipcio. Alguien me hab?a dicho que aqu? mismo, durante la guerra civil, estaba el Cuartel de la Monta?a. Y que, cuando se levant? Franco, los militares de este cuartel se levantaron también, pero el pueblo de Madrid vino en masa, abri? las puertas del cuartel y perpetr? una gran matanza de soldados. ?Qué tiempos aquellos? Ahora nada se mueve en Espa?a, donde no volver? a haber guerras civiles. Menos mal. El “franquismo” actual es de otra ?ndole: sin caudillos ni partidos extremistas, sin fusilamientos ni torturas, todo muy cient?fico, apoyado en la f?sica y las matem?ticas, y, sobre todo, en el dominio absoluto de las pantallas y las im?genes sobre la raz?n y las ideas.

Me hab?a echado en el pasto y me sent?a tranquilo. Echar?a tal vez un sue?ecito y, acaso, en el sue?o recordar?a la direcci?n de mi casa.

Pensaba en los museos serios, no en las galer?as, que ya no eran, por lo menos en el sentido estético, lo que fueron alguna vez. Ahora se hab?an convertido en peque?os circos, menos interesantes que los grandes circos, las ?nicas instituciones, confieso, que han progresado en esta época hasta transformarse en verdaderos espect?culos art?sticos. Era algo que yo reconoc?a ya hace tiempo, aunque en secreto. Nunca se lo dir?a a Osorio, porque dar?a saltos de alegr?a, exclamando: “?Te vendiste a la modernidad?” No me he vendido ni hecho concesi?n alguna. Simplemente, compruebo un dato objetivo. En tanto que todo lo que era art?stico en el pasado, como el ballet, la ?pera, la pintura, la escultura, la literatura, la m?sica culta, las humanidades, se han deteriorado al extremo de desaparecer o cambiar de naturaleza para peor, el circo, antes un entretenimiento para ni?os, o para adultos y viejos que a?oraban su ni?ez, y que nadie hubiera llamado arte hace medio siglo, ha ido refund?ndose, enriqueciéndose, alcanzando unos grados de rigor, elegancia, audacia y perfecci?n que da a muchos de sus n?meros la belleza de una antigua obra de arte. Claro que el desarrollo de la tecnolog?a ha contribuido en parte a esa conversi?n de los circos en espect?culos art?sticos de alto nivel. Los j?venes, que antes quer?an ser arquitectos, luego cineastas, luego cantantes, luego chefs de cocina o futbolistas, ahora sue?an con ser cirqueros, trapecistas, payasos, equilibristas, magos. As? cambian los tiempos.*

?Me hab?a quedado dormido? Estaba a punto de hacerlo, en todo caso. Me sent?a bien. Hab?a una brisa agradable; eso s?, ten?a la sensaci?n de que me estaban picando los bichos, sobre todo las hormigas. El est?mago me daba un poco de paz. No me ven?an esos vientos desagradables*que me hac?an pasar tantas vergüenzas.

Hac?a algunas semanas -?o meses?- por ejemplo, después de esperar un buen tiempo, consegu? una entrada y fui a ver al célebre Adonis Mantra. Un verdadero prodigio ese mago de Silesia; hac?a desaparecer gente del p?blico ante los ojos de los espectadores, los hac?a levitar, él mismo volaba hasta el techo del auditorio y, luego de un segundo en que se apagaban todas las luces y volv?an a encenderse, aparec?a amarrado en el fondo de un ba?l. Trucos inveros?miles, absoluta genialidad.

Lo mismo pasa con los dibujos animados. Y sin duda que por las mismas razones: los adelantos tecnol?gicos. Es curioso. De chico, a diferencia de mis compa?eros de colegio, a m? los circos no me gustaban. Sobre todo las fieras amaestradas, que me daban miedo. Iba, cuando me llevaban mis padres, pero no me mor?a por ellos, como mis amigos. Y todav?a menos por los dibujos animados. Cuando discut?an sobre qué pel?cula ir?an a ver, yo estaba siempre contra la idea de soplarme alguna del Pato Donald, el Rat?n Mickey o Popeye y la flaca Olivia. Me aburr?an. Y, sin embargo, ahora son las ?nicas pel?culas de la televisi?n que veo con agrado. Incre?bles los efectos que consiguen. Las figuritas saltan de las pantallas, te miran a los ojos, se te sientan en las rodillas, se esconden debajo del sof?. As? lo parec?a al menos. Debe ser cierto aquello de que con la vejez uno regresa a la ni?ez. A mis a?os, me hab?a dado por los circos y los dibujos animados, los dos ?nicos campos en los que reconoc?a que la cultura -?la cultura?- de hoy hab?a superado a la de ayer.

De todas maneras, no deja de ser triste que en una época en la que ser?a imposible que aparecieran un Cervantes, un Miguel ?ngel, un Beethoven, lo ?nico comparable a esos gigantes en originalidad y belleza sean los saltimbanquis de los circos y los monigotes de los dibujos animados. Soy injusto pensando as?, porque, la verdad, ahora solo esas dos cosas me producen la sensaci?n de haber alcanzado la plenitud absoluta que de joven me dio leer “Guerra y Paz”*o ver por primera vez en la Galer?a de los Uffici de Florencia*El nacimiento de la primavera*y la*Gioconda*en el Louvre.

Me sent?a bien y segu?a durmiendo tirado en el pastito del Parque de Debot. No recuerdo la direcci?n de mi casa y no me importa. Las llamadas galer?as de arte, en cambio, me parecen unos cirquitos fracasados en la gran mayor?a de los casos. O teatros de unas mojigangas rid?culas. En la ?ltima que visité, hace unos meses (?o a?os?), la Malborough, de Madrid, exhib?a bajo el t?tulo “Arte para la*fantas?a y la imaginaci?n”*unas pinturas inmateriales del famoso Emil Boshinsky. Por lo pronto, no sé por qué es tan famoso ese estafador. Sus engendros se pod?an ver en grandes pantallas. Luc?an unos t?tulos bastante llamativos como “Tiburcio,*hacedor de tempestades”,*“La caperuza del monje Romualdo”.*Eran unos fuegos artificiales, como las figuras de los calidoscopios, esas cajitas que muestran vidrios de colores en movimiento, con los que se intentaba distraer a los ni?os cuando yo era ni?o.

A prop?sito, ya nadie sabe qué eran los calidoscopios; los ni?os ya no juegan con esos juguetes, por supuesto; ahora desde que nacen manejan computadoras. El otro d?a discut? con Osorio, pues me juraba que él nunca hab?a conocido esos tubos con vidriecitos de colores que al moverse cambiaban de figura. Eran entretenidos y bonitos, y, me parece, yo pasaba horas con ellos, moviendo la mu?eca de mi mano derecha para que las figuras bailaran. Me parec?a, al menos, quiz?s sea un falso recuerdo.

La gracia de la exposici?n de Emil Boshinsky est? en que sus cuadros no existen: salvo sus t?tulos, la telas tienen una existencia digital. Pero pueden ser adquiridos en la Malborough, la que expide a los clientes que los compran un certificado de propiedad. Me pareci? una simple broma, y peor todav?a cuando la galerista me dio toda una explicaci?n sociopol?tica para justificar la pantomima. Me asegur? que con esta invenci?n pl?stica, Boshinsky ha resuelto un problema antiqu?simo, el de la propiedad privada y sus detractores. Ella siempre fue considerada un robo y una injusticia de los ricos contra los pobres. Las “pinturas inmateriales” tienen due?os, de modo que la propiedad privada se respeta, y, al mismo tiempo, todos pueden disfrutar de esa propiedad privada sin arrebat?rsela al propietario a través de la red. Me asegur? que se hab?an vendido ya varias “pinturas inmateriales”, a precios muy m?dicos –iban de 20 a 25 mil euros apenas- y la galer?a consideraba esto un éxito. Yo le dije –no sé c?mo me acordé- que un poeta y pintor peruano, Jorge Eduardo Eielson, hab?a inventado las “esculturas imaginarias” hace unos ochenta a?os (o mucho m?s). Las instal? en sitios muy vistosos, la Torre de Pisa, el Arco de Triunfo, la Estatua de la Libertad y hasta envi? una de ellas a la luna en una nave espacial de la NASA. Sin cobrar un centavo por ello. Pensé que a la galerista le divertir?a saber que Boshinsky ten?a un antecesor, pero ella me mir? con un aire incrédulo y un tanto l?gubre. Me vinieron dos vientos mientras conversaba con ella, que consegu? disimular encogiéndome un poco, como para rascarme una pierna.

Cuando me desperté estaba con escalofr?os y hab?a disminuido la luz natural. Ten?a la horrible sensaci?n de que, cuando dorm?a, adem?s de despedir vientos, se me hab?a soltado el est?mago y salido la caca. ?El maldito est?mago? No era la primera vez que me ocurr?a esto.*Me hab?a pasado antes, en un cine, viendo una pel?cula de John Ford, un cineasta que admiro mucho. Ahora tendr?a que hacer lo mismo. Limpiarme con cuidado, lavar con leg?a el calzoncillo y el pantal?n llenos de mierda. Qué asco. Siempre que encontrara mi casa. Todav?a hab?a un poco de sol. Ten?a escalofr?os y seguramente me hab?an picado los bichos, sobre todo las hormigas, mientras dorm?a. No me acordaba, por supuesto, de la direcci?n de mi casa, ni del nombre de su calle, pero el miedo hab?a disminuido. Me sent?a m?s resignado con mi suerte. Me levanté con dificultad y pregunté la hora a un transe?nte. Eran las cinco y diez de la tarde. Todav?a ten?a tiempo de recordar la direcci?n de mi casa. Si no la recordaba –pero me sent?a optimista, ten?a la sensaci?n de que estaba cerca, este barrio me parec?a conocido- ir?a a la polic?a, para no pasar la noche a la intemperie. Tal vez no saldr?a nunca m?s de los calabozos. Pero, por lo menos en la polic?a, mientras averiguaban quién era, estar?a bajo techo. ?Qué har?a si llov?a? Eché a caminar pasito a paso por la avenida del Pintor Rosales.

Osorio me arrastr? hace unos meses –tal vez fueran semanas- a una galer?a nueva, “rompedora”, me dijo, en Lavapiés. La exposici?n se titulaba: “Esculturas para el olfato”.*Hab?a una veintena de mu?ecotes que vomitaban, orinaban, defecaban o supuraban unos l?quidos –llamémoslos por su nombre: mocos- por las orejas y por las narices, que, para apreciar a cabalidad el significado de la muestra, uno ten?a que oler en unos recipientes donde dos mu?ecotes escurr?an esas excrecencias. Desde que entré sent? tanto asco que me dieron ganas a m? también de arrojar el alma en aquellos pudrideros. Y, por supuesto, me vino una cadena de vientos. Siempre me ocurre cuando algo me altera los nervios. Pero Osorio –cu?ndo no- me asegur? que, luego de un primer momento dif?cil, el olfato pertinaz perd?a el asco y empezaba a entender el significado profundo de la muestra. Y a?adi?: “su sentido metaf?sico”. Cre?a, el pobre ingenuo, que me intimidar?a. “Nunca imaginé que la metaf?sica oliera a pedo”, le contesté. “Ya me basta con los m?os”. Al final del recorrido, el propio artista, un joven peludo con mirada de loco, que parec?a no haberse ba?ado nunca y que dec?a llamarse Gregorio Samsa gratificaba al heroico visitante con un texto traducido de Baudelaire sobre el valor art?stico de los olores.

Ya casi no voy al teatro ni a la ?pera, pese a lo mucho que antes me gustaban. Precisamente por eso no voy. Porque ahora se han vuelto también una astracanada, un pretexto para usar las pantallitas, como todo en este mundo electr?nico y digital en que hemos venido a parar gracias al progreso.

Y pensar que se celebr? como un gran invento –yo lo recuerdo muy bien, ocurri? hace unos cuarenta a?os, o veinte, o diez: eso que llaman el espect?culo multimedia comentado. Pareci? un avance que se pudiera o?r una ?pera y, a la vez, en la pantallita port?til recibir informaci?n sobre la obra, el compositor, el libretista, el director de orquesta, el contexto hist?rico de la pieza, y, para colmo, que fuera posible también comentar con otras personas la representaci?n a la que se asist?a,*con espectadores pr?ximos o que estaban lejos de lo que ocurr?a en el escenario. Bravo, brav?simo. S?lo que como la atenci?n es una sola, y el cerebro también uno, una operaci?n simult?nea de esta ?ndole hace que el espectador termine concentr?ndose en los pedacitos de pantalla port?til y distrayéndose completamente de la ?pera que, en teor?a, fue a o?r y ver. Todo el teatro se convierte en una muchedumbre de gente que, en vez de escuchar y paladear la m?sica, estnico espectadorrio. El*cosas que ocurrque tiene bajo los ojos y que lanzan gui?os incesantes alrededor del pobre espectador que? totalmente absorbida por las pantallitas, inform?ndose sobre una obra que ni oyen ni ven sino a puchitos, y comentando -chismorreando m?s bien- con otros cacasenos como ellos, imantados por las pantallitas. Es imposible gozar de un concierto o de una ?pera y hasta de una comedia ligera, rodeado de gente que no hace m?s que teclear o acariciar las tabletas que tiene bajo los ojos y que lanzan gui?os incesantes alrededor del pobre espectador que fue al teatro con la est?pida ilusi?n de escuchar y ver las cosas que ocurr?an en el escenario. El ?nico espectador serio que se admite hoy es el que produce el propio b?pedo en su artefacto port?til, ese incinerador de todo lo que es genuino y auténtico, algo que ha desaparecido pr?cticamente en este mundo donde s?lo reina y fulgura lo postizo y artificial.

?No era ése el Teatro Real? ?No estaba otra vez ante el Palacio de Oriente? S?, por supuesto. Aquello era el Palacio Real, donde los reyes recib?an las credenciales de los embajadores. ?C?mo hab?a llegado hasta aqu?? Ten?a la sensaci?n de que caminaba en la otra direcci?n. En alg?n momento habr?a dado la vuelta y rehecho el camino que hice en la ma?ana. S?, ése era el Teatro Real. Estaba muy cansado y me hab?a deprimido de nuevo. Sent? algo raro en la cara, me toqué los ojos y descubr? que estaban llenos de la muchas ganas de acostarse en su camita. Le horrorizaba la idea de pasar toda la noche?grimas. Tuve la valent?a de contenerme, para no llorar a gritos. ?Nunca llegar?a a mi casa? Estaba ya muy cansado, me temblaba el cuerpo y ten?a muchas ganas de acostarme. Que rico, taparse bien y dormirse sabiendo que me despertar?a varias horas después, con la luz natural, y que aquella ser?a mi casa, bueno, mi cuarto y mi ba?ito. S?, qué rico. Me horroriza la idea de pasar toda la noche sentado en una banca, muerto de fr?o. Estoy seguro de que, si debo estar toda la noche a la intemperie, me moriré como un perro. Estaba muy cansado y busqué un banco donde sentarme a ver pasar el tiempo.

Cuando me senté, en una esquina de la Plaza de Oriente, medio de cara y medio de espalda al Palacio Real, me sent? m?s tranquilo. Me toqué los ojos y hab?a dejado de llorar. Miré al cielo y estaba limpio y radiante. Hab?an salido algunas estrellas.

A veces pienso que, sin darme cuenta, lo que ocurre a mi alrededor me va contaminando a m? también y ya no sé realmente distinguir entre lo que es cultura y eso que hace sus veces en el mundo disparatado en que ahora vivimos. Lo digo por mi discusi?n del otro d?a con Osorio después de la cena donde los Arismendi, esos millonarios o m?s bien billonarios. La cena me impresion? mucho, es cierto, no por la comida, nada del otro mundo, sino por los hologramas. La verdad, qué notable: un espect?culo feérico. Nos tuvo a la media docena de invitados, sorprendidos y maravillados del principio al fin de la noche. Yo ya hab?a visto hologramas en ferias y exposiciones y en museos, pero esas figuritas en tercera dimensi?n nunca me dejaron maravillado. Esa noche s?. Ni siquiera sab?a que la tecnolog?a de los hologramas hubiera evolucionado tanto como para producir los prodigios que vimos donde los Arismendi.

De entrada, me quedé boquiabierto cuando advert?, junto al mayordomo que me abri? la puerta y me ayud? a quitarme el abrigo y la bufanda, que hab?a un doble hologr?fico de él, otro mayordomo con su misma cara y atuendo, repitiendo sus gestos, sonrisas y venias. Eso fue s?lo el comienzo. Toda la noche estuvimos rodeados de esos personajes fantasmales, duplicando a camareros o camareras, sirviendo la mesa, pasando las fuentes con bocaditos y bebidas, tan absolutamente idénticos a los reales, que aquello se convirti? en un delirio; nos dio a todos la sensaci?n de haber entrado a un mundo on?rico, de estar viviendo en un poema surrealista, verificando que lo maravilloso cotidiano existe, no sé c?mo llamarlo, un mundo en el que resulta dif?cil distinguir las fronteras entre la realidad, los personajes de carne y hueso y sus dobles, esos fantoches de la ilusi?n tecnol?gica. El broche de oro vino al final, cuando, para despedirnos en la puerta de la casa, aparecieron duplicados nuestros anfitriones, los Arismendi ficticios, que nos dieron también las buenas noches y nos desearon toda clase de felicidades.

Mi discusi?n con Osorio estall? cuando le conté la impresi?n que me caus? aquella cena hologr?fica. Me interrumpi?, feliz, como si me hubiera sorprendido haciendo algo mal?simo, masturb?ndome por ejemplo. “Ahora, dime, ?eso que vimos es o no es arte?” Yo le dije que no lo era, s?lo una notable proeza de la técnica. ?l replic?: “Pues es eso lo que ha sido toda la vida el arte también, una haza?a tecnol?gica. En eso consiste el arte de nuestros d?as.” Fue una discusi?n de varias horas, en que yo me negaba a aceptar su teor?a seg?n la cual los verdaderos artistas de nuestro tiempo son los ingenieros electr?nicos, los programadores inform?ticos, los grandes especialistas del sonido y la imagen y los profesionales de la Red. Pero, aunque nunca le di la raz?n, en los argumentos de Osorio hay una deprimente verdad: vivimos en un mundo en el que lo que antes llam?bamos arte, literatura, cultura, ya no es obra de la fantas?a y la destreza de unos creadores individuales sino de los laboratorios, los talleres y las f?bricas. Es decir, de las malditas maquinitas. (?Soy acaso un ludita? Tal vez lo sea)

Sent?a que me venc?a el sue?o otra vez. Si me quedaba dormido, cuando despertara habr?a muchas estrellas en el cielo. Todo un d?a buscando mi casa, bueno, mi cuartito, con la seguridad de que estaba por ac?, muy cerca, sin poder encontrarlo. Ahora, en este momento, no me importaba. Sab?a que ten?a los*calzoncillos llenos de mierda, porque en el sue?ecito de la avenida del Pintor Rosales se me hab?a salido la caca, y no me importaba tampoco. Me acurruqué en m? mismo y pensé que me sent?a bien y que*iba a dormir otro ratito m?s.

?Ser? que la cultura ya no tiene ninguna funci?n que cumplir en esta vida? ?Qué sus razones antiguas, aguzar la sensibilidad, la imaginaci?n, hacer vivir el placer de la belleza, desarrollar el esp?ritu cr?tico de las personas, ya no hacen falta a los seres humanos de hoy, pues la ciencia y la tecnolog?a pueden sustituirlos con ventaja? Por eso ser? que ya no hay Departamentos de Filosof?a en ninguna universidad de los pa?ses cultos de la tierra. (Hice una exploraci?n el otro d?a y el Internet me hizo saber que entre los ?ltimos departamentos de Filosof?a que sobreviven est?n, uno, en una Universidad de Cochabamba, Bolivia,*y el otro en la Facultad de Letras de las Islas Marquesas. Pero, en esta ?ltima, la Filosof?a comparte el departamento académico con Teolog?a y Cocina. ?Vaya mezcla? Me imagino el diploma de Doctor en Filosof?a, Teolog?a y Gastronom?a y me muero de risa.

Pero, si las ideas en s?, desasidas de finalidades pr?cticas inmediatas, hubieran desaparecido, toda forma de disidencia y contestaci?n se habr?an evaporado también como consecuencia de aquello en nuestras sociedades. Por fortuna todav?a no es as?, aunque, me temo, vamos por este camino hacia ese fin: una sociedad de aut?matas. Mi esperanza est? en el movimiento de los “desequilibrados” que se ha extendido tanto por el globo, no s?lo por Espa?a. Aunque tengo sentimientos encontrados respecto a los “desequilibrados”. A ratos, me inspiran simpat?a, porque este mundo no les gusta y por su forma de vida es obvio que quisieran cambiarlo. Hay en ellos una actitud desinteresada, de pureza y*espiritualidad, todo lo que parece haberse extinguido en el resto de nuestra sociedades frenéticamente entregadas a trabajar, a producir, ganar dinero, y llenarse de maquinitas entretenidas.

Pero estoy lejos de compartir todas sus tesis y man?as. También me asusta su actitud fan?tica contra ciertas cosas como el sexo y la carne, sin los cuales mi juventud y mis a?os de madurez se hubieran visto privados de muchos placeres que recuerdo con una emoci?n que ciertos d?as me cuaja los ojos de l?grimas. (Con los a?os me he vuelto bastante lloroncito). No estoy diciendo que hacer el amor y comerse un jugoso churrasco fueran equivalentes, no soy tan imbécil. Eso s?, creo que hacer el amor era algo maravilloso, sobre todo cuando yo era joven. Recordé a Carmencita. ?No era riqu?simo desnudarse y enredarse en la cama durante horas y hacer el amor al volver de la oficina de noticias en la que trabajaba? Ver por primera vez el cuerpo desnudo de una muchacha, hacerle el amor con la delicadeza con que entonces se escrib?a un poema, gozar juntos ebrios de deseo y de felicidad, sentir que se abol?a el tiempo y uno alcanzaba esa inmortalidad del instante que da el éxtasis carnal: ?qué maravilla? Ahora tengo la seguridad de que el sexo ya no representa tanto como cuando uno, en aquellos lejanos a?os, iba poco a poco venciendo los tab?es y veladuras que rodeaban el amor f?sico y llegaba por fin al acto sexual como quien llega al para?so. Por lo dem?s, en esas épocas zamparse un buen filete, un chulet?n o unos ri?oncitos al vino era algo deleitable, algo que el com?n de los mortales hac?a con perfecta buena conciencia, sin los problemas morales y pol?ticos que eso plantea hoy, cuando todo el mundo hace chistes, sigue las instrucciones de los dietistas y los platos de comida parecen remedios, medicinas.*Uy, qué asco es comer y beber en este tiempo. Lo dice alguien que casi nunca come en exceso y rara vez bebe esos l?quidos farmacéuticos que ahora llaman vino.

Dorm?a y so?aba tranquilo, en perfecta paz conmigo mismo. Se me hab?a quitado el miedo y el fr?o. Me sent?a bien en el sue?o.

Dicen que el movimiento de los “desequilibrados” naci? en el Jap?n hace ya medio siglo. En todo caso, su expansi?n por el mundo ha sido lenta, ha ocurrido como un fen?meno natural, al igual que se van abriendo camino los r?os, no por obra de la propaganda y la evangelizaci?n, pues dado su individualismo desenfrenado, lo ?ltimo que sus adeptos har?an ser?a convertirse en propagandistas y ap?stoles de su filosof?a de vivir. No constituyen una nueva religi?n ni mucho menos.*?Qué son, entonces? Algo as? como una fraternidad pac?fica e iconoclasta, que, allende o dentro de las propias fronteras, hermana sobre todo a la gente joven. La llamo “fraternidad” porque hablar de “ideolog?a” ser?a un anacronismo: ya nadie sabe ahora qué es o qué fue eso. Ya no hay ideolog?as dignas de ese nombre tampoco. Todo se ha vuelto muy pr?ctico en esta vida, sobre todo la pol?tica. Quiz?s el movimiento de los “desequilibrados” sea una reacci?n contra el pragmatismo materialista universal que se ha impuesto como ?nica forma de vida, una singular protesta contra un mundo de gentes que parecen estar de acuerdo en casi todo y no ven m?s all? de las orejeras que llevan puestas –que llevamos, no sé por qué me excluyo- sin saberlo. No, los “desequilibrados” no hacen adoctrinamiento ni apostolado, al menos que yo sepa. Eso s?, predican con su ejemplo. Y este ha ido cundiendo, extendiéndose.*Ahora est?n por todas partes, aunque las pantallas que pululan por las calles que difunden noticiarios no suelen hablar de ellos. Pero lo cierto es que su manera de ser y de vivir ha tocado alguna fibra ?ntima de muchos j?venes de la ?ltima generaci?n. Como son tan pac?ficos y no suelen hacer m?tines, ni acampadas, reh?yen a los medios y son anti gregarios, pasan algo desapercibidos. Pero est?n ah?, rode?ndonos. Miles, decenas de miles, acaso millones. Y, eso s?, todos j?venes. Supongo que a medida que van ganando a?os, volviéndose viejos, se retiran. O acaso los matan los m?s j?venes. En el sue?o, me re?, divertido con aquella ocurrencia. ?Qué va? Los “desequilibrados” son pac?ficos y no creo que maten ni a las moscas.

?Qué quieren? ?En qué forma les gustar?a que cambiara el mundo? Yo conversé una vez con un grupito de ellos, aqu? en Madrid. Estaban asole?ndose, tirados en la hierba, en el Parque de Debot, junto al peque?o templete egipcio, contemplando, bajo un cielo despejado, el parque del Oeste a sus pies.

Al principio, me miraron con desconfianza, aunque sin hostilidad. Cuando les expliqué que s?lo quer?a saber un poco m?s de lo que hac?an, cre?an y deseaban para la sociedad, se quedaron desconcertados. Por fin, luego de cambiar miradas entre ellos, asintieron. Uno me pregunt? si yo era de la polic?a. Y todos se rieron, viendo mi aspecto de pordiosero. Conversamos cerca de una hora, tirados en el pasto, yo como un bisabuelo o tatarabuelo rodeado de sus bisnietos y tataranietos. Hab?a algunos chicos y chicas extranjeros entre ellos que apenas chapurreaban el espa?ol. Este fue el idioma en el que hablamos, con algunas frasecitas de cuando en cuando en inglés, italiano o francés.

Me quedé un poco confuso con tantas contradicciones y vaguedades, la verdad. Después, reflexionando sobre aquello que hacen los “desequilibrados”, llegué a la convicci?n de que lo hacen m?s por instinto que por reflexi?n. Lo suyo no son las ideas, tan totalmente devaluadas en el mundo de hoy, sino los impulsos, las intenciones, la acci?n. Lo que me qued? m?s claro, en lo que todos ellos est?n de acuerdo: nuestro sistema no deja a la gente tiempo para malgastarlo. Hacen una defensa apasionada del ocio. Perder el tiempo como ellos, all?, tumbados en la hierba, les parece un gran privilegio, porque es una rareza en el mundo de hoy. No hacer nada, estar ah?, fantaseando, gozando del solcito tibio, cantando o contando chistes. “Esto es vida”, afirm? uno de ellos, “Y no pasarse ma?ana y tarde haciendo clic clic en el ordenador, rodeado de paredes y de tedio”. “No todo puede ser trabajo, hay otras cosas que debemos valorar”, a?adi? una chica pelirroja, con convicci?n. Los dem?s asintieron.

Cuando yo les pregunté c?mo hac?an para comer, c?mo ganan su vida, se sorprendieron, igual que si se tratara de algo sin importancia. Hac?an trabajitos a veces y compart?an entre ellos todo lo que ten?an, me dijeron. Algunos se hab?an arreglado para recibir pensiones del Estado. En todo caso, compart?an los ingresos y los gastos que ten?an. Adem?s, no com?an mucho y, por supuesto, todo era de todos.

Después, cuando yo les pregunté por qué se preocupaban tanto por las cremas, los ungüentos, los afeites, los noté inc?modos, como si hubiera violado un terreno ?ntimo. Luego de una largu?sima pausa, uno de ellos murmur?: “Nuestro cuerpo es sagrado y hay que cuidarlo”. Para ellos, en verdad, lo sagrado son las perfumer?as y las farmacias. Me preguntaron si no me hab?a echado algo para el sol y como les dije que no, que nunca usaba cremas protectoras, se escandalizaron. Me confesaron que todo el dinerito que ganan con trabajos eventuales y las pensiones que recib?an por el mero hecho de existir, los invert?an en comprarse pastillas, lociones, t?nicos, todo aquello que impide el deterioro de la piel, los ojos, los dientes. Por razones de estética, también, pero, sobre todo, de salud.*Dec?an que aunque hay muchas cosas malas en nuestro tiempo, hay una buen?sima, y es todo lo que ha inventado la ciencia para defendernos contra la decadencia f?sica: desinfectantes, reconstituyentes, b?lsamos, hidroterapias, ba?os térmicos, masajes, un arsenal de drogas y productos naturales que, usados con sabidur?a, mantienen a los seres humanos sanos, bellos, en pleno uso de sus facultades hasta el ?ltimo d?a. Uno de los chicos, de cuerpo estilizado y ascético, dijo que lo m?s importante era tener el est?mago siempre limpio y que haber acabado con el estre?imiento era la m?xima gloria de la ciencia contempor?nea (Pero para todo esto se necesita mucho dinero y ellos, que son vagos, no lo tienen : ?c?mo hacen?) Porque gozar de un est?mago que funciona con la puntualidad de un reloj suizo imped?a a las personas sucumbir a la neurosis, la causa primordial de los suicidios que se registran a diario en toda Europa. Otro le discuti? que m?s importante es el descubrimiento de la jalea que mantiene fresca y alerta la memoria. Otro los refut? a ambos, asegurando que una proeza mayor todav?a era la de haber fabricado la p?ldora que sosiega la libido y que hubiera hombres y mujeres sin preocupaciones sexuales como anta?o.

Aproveché para preguntarles por qué los “desequilibrados” estaban contra el sexo y practicaban –por lo menos muchos de ellos- la castidad. Advert? que algunos del grupo se ruborizaban y desviaban la vista. Por fin, la pelirroja tom? la palabra y me explic?: “Es que nosotros estamos a favor de la limpieza, tanto corporal como espiritual”. “Yo también lo estoy”, les aseguré. “Pero eso no puede significar que no haya que hacer nunca el amor, una cosa tan saludable y placentera”. Me miraron como lo que soy, un hombre de las cavernas. “?No basta con que tengamos que expulsar cada drrima libertad sea la causa de subertad irrestricta para prscticar el sexo de cualquier manera, en cualquier parte, con quien se?a nuestros excrementos?", intervino con beligerancia un jovencito, casi un ni?o, que hasta entonces no hab?a hablado. “?Tenemos que dedicarnos también a expulsar diariamente nuestro semen?”. No entend? qué quer?a decirme, pero, al parecer, sus compa?eros s?, pues todos sonrieron al o?rlo, como si me hubiera derrotado. Les dije que, cuando yo era chico, eso era lo que trataban de inculcarnos los curas: que el sexo era algo sucio, feo y pecaminoso, y, por lo tanto, prescindible. Se encogieron de hombros. Ninguno de ellos practicaba religi?n alguna, s?lo una chica confes? que, aunque no era seguidora de ning?n credo, tampoco pod?a ser atea, pues cre?a en “un principio primero para todas las cosas”. Su defensa del ascetismo no estaba inspirado en la fe religiosa, sino en una moral laica, o, sorprendentemente, en la higiene.

No he visto un ejemplo m?s flamante de la devaluaci?n del sexo entre los j?venes, justamente ahora que se ha alcanzado lo que hace apenas medio siglo parec?a inalcanzable: la libertad irrestricta para practicar el sexo de cualquier manera, en cualquier parte y con quien sea. Tal vez esa celebérrima libertad sea la causa de su devaluaci?n. El sexo excitaba mucho a la gente cuando lo rodeaban prohibiciones y tab?es; desaparecidos éstos, perdi? su magia, y ahora los j?venes le hacen ascos. ?Quién lo hubiera dicho?

Cuando susurré que si todo el mundo los imitara y se volviera casto, desaparecer?a la humanidad, uno de ellos me repuso: “La ciencia resolver? eso, fabricando gente en los laboratorios”. Pero lo que divirti? mucho al grupo fue que otro a?adiera: “?Y a quién le importar?a que desaparezcamos? No a las plantas ni a los animales en todo caso”.

Les pregunté por qué los llamaban “desequilibrados” y no lo sab?an. Alguien fantase?: “Tal vez nos pusieron ese nombre los que cre?an que éramos un peligro para la sociedad. Aunque después se dieron cuenta de que eso no era as?, el nombre qued?. A nosotros, o, por lo menos a m?, no me importa”. “A esa palabra, “nosotros”, la hemos desahuciado”, afirm? una de las chicas. “De haber sido un insulto, la volvimos una virtud”, la apoy? su vecino.

Aman los afeites y los f?rmacos, menosprecian el sexo y son vegetarianos recalcitrantes. El ?nico momento de la charla en que se exaltaron fue cuando les dije que la prohibici?n de comer carne me parec?a absurda, que iba contra la libertad y los derechos humanos, contra el derecho al placer. Lo peor es que el Estado, o el gobierno, los secunde en este prejuicio. Que encontraba una monstruosidad que se multara o enviara a la c?rcel a quienes se descubr?a transgrediendo esta prohibici?n. Entonces s? que perdieron las buenas maneras. Les vi alzar la voz y gesticular mientras me criticaban. ?Qué hubiera sucedido si les dec?a que me horrorizaba la prohibici?n de las corridas de toros? Me hubieran linchado, tal vez. Opté por despedirme antes de que empezaran a insultarme. En mi juventud, la rebeli?n de los j?venes se inspiraba en ideas como traer el para?so a la tierra, instaurar la sociedad igualitaria, acabar con las desigualdades, el sexo libre, el feminismo, el aborto, la muerte piadosa (o sea la eutanasia). Pero, ahora, el objetivo de los adolescentes inconformes es que el planeta entero se alimente s?lo de frutas y verduras. Si eso no es decadencia, no sé c?mo llamarlo.

Lo curioso es que el odio a la carne de los “desequilibrados” no tiene que ver tanto con el amor a los animales como una supuesta certeza médica que se agit? mucho cuando se prohibieron las corridas: que la carne es da?ina, produce enfermedades, “ensucia” el cuerpo humano, “afea” a la gente y vuelve “violentos” a las mujeres y a los hombres. Y corr?an leyendas rid?culas, como que, a la salida de los toros, los aficionados ?a veces linchaban gentes? (Repito los disparates que les o?). La idea que se hacen de la limpieza*estos j?venes es enfermiza y neur?tica. En torno a esta obsesi?n han construido toda clase de fantas?as quiméricas y sanitarias.

Los “desequilibrados” no ser?an rebeldes si no tomaran distancias con ese animalismo perverso que se ha apoderado del mundo entero. A m? me gustaron mucho los animales en mi juventud e incluso en mi madurez tuve un perro al que le le?a poemas de Cernuda y Garc?a Lorca. Pero, tal como van las cosas, he tomado cierta fobia por el reino animal. No ser?a raro que acabara con nosotros, los humanos. Incluso, sin dec?rselo a nadie, y menos que a nadie a Osorio, ya no veo con tanta antipat?a a esos*comandos anti-animalistas que aparecen por aqu? y por all? en el mundo entero y perpetran esos actos terroristas contra perros, gatos, ratas, zorrinos, moscas y dem?s animales considerados domésticos. El otro d?a un tribunal madrile?o de menores conden? a un a?o*de encierro en un reformatorio a un ni?o de diez a?os porque la polic?a lo sorprendi? disparando piedrecitas con una honda a las golondrinas. A m? no me parece bien que apedreen a las golondrinas, ni a ning?n animal, por supuesto,*nunca lo hice cuando las hondas no eran consideradas “armas homicidas”. Pero mandar un a?o a una correccional a un cr?o por eso me parece un acto de sectarismo est?pido. Y me pareci? grotesco que el juez llamara a las golondrinas, seg?n la formula acostumbrada, “un ser vivo de sangre caliente cuyo derecho a la vida deb?a ser respetado”.

Lo que mitig? mucho mi simpat?a por los animales fue que los veterinarios dijeran que las ratas de nuestros d?as ya no acarrean enfermedades, que la ciencia ha conseguido erradicar en ellas todos los gérmenes y microbios de que eran antes portadoras y que por lo tanto pasar?an a la categor?a de animales domésticos, como ped?an tantas asociaciones animalistas. Tuve pesadillas y todav?a las tengo, pues siempre detesté a esos horribles roedores. Se me ponen los pelos de punta cuando pienso que viven ahora en tantas casas alimentadas y mimadas por sus due?os, que les dan de comer a la boca y sin duda las meten a su cama para que no tengan fr?o en las noches de invierno. Menos mal que a los gatos no han podido erradicarles el instinto homicida contra los roedores a los que siguen despanzurrando cada vez que se ponen a su alcance. ?Vivan los gatos?. Por las ratas he dejado de pasear en el Retiro las ma?anas de buen tiempo, algo que antes me encantaba. Ellas se han apoderado de ese hermoso parque; est?n por todas partes, trep?ndose a los ?rboles, ba??ndose en el estanque, se suben a los pies de los paseantes y mueven sus colas pardas para que les echen comida. Y hay que espantarlas con delicadeza para que no te llamen la atenci?n los vigilantes o te pongan una multa por ser desconsiderados con esos pr?jimos “de sangre caliente”.*?Qué sangre no es caliente?

Por eso, cuando la invasi?n de lo zorros a Madrid, creo que yo fui uno de los pocos vecinos que no se asust? y, m?s bien,*me alegré de ver que manadas de esos felinos se aquerenciaban en todos los parques, alamedas y paseos madrile?os. Mientras esos plateados inmigrantes estuvieron instalados aqu?, desaparecieron las ratas de las calles de la ciudad: se escondieron o los zorros se las comieron. Osorio fue uno de los vecinos m?s asustados y uno de los que fue a manifestarse a la Puerta del Sol contra las campa?as de todas esas ONGs proclamando “Bienvenidos hermanos zorros a Madrid”, “Madrid, patria de los zorros”, etcétera, que llevaban a cabo para que los invasores se quedaran a vivir en la ciudad y ésta fuera acondicionada para darles albergue permanente. A m? no me molest? nada la presencia de los zorros en la Villa y Corte. Lo ?nico inc?modo, lo reconozco, el olor a pis del zorro: es penetrante e impregn? el aire madrile?o esos d?as. Se mezclaba con mis propios olores y era un asco. La orina del zorro apesta y en esas semanas se vio a mucha gente en la calle con arcadas o vomitando, descompuesta por el mal olor que todo lo impregnaba. Los zorros, al cabo de un tiempo, se fueron, tan misteriosamente como hab?an venido. Y las malditas ratas, poco a poco,*volvieron a la ciudad.

Osorio dice que ésta ahora a?ora a esos animales, otro de los hitos de la cultura de hoy en el mundo, que va a romper todos los l?mites de lo concebible. El otro d?a me jur? que ya hay, en distintas ciudades,*colectivos y fundaciones que piden que se autoricen los matrimonios mixtos de seres humanos y animales. Tal vez me tomaba el pelo, porque no me dio pruebas tangibles de que esas instituciones existan. Pero si no existen todav?a, ya aparecer?n. Ser? divertido asistir al primer matrimonio de un hombre y una perra o entre una mujer y un mono. Y lo ser? m?s si no s?lo se celebra en el ayuntamiento sino también en una iglesia, a los compases de la Marcha Nupcial.

Cuando le conté mi experiencia con los “desequilibrados”, Osorio me brome? que cualquier d?a un comando de fan?ticos del vegetarianismo ir?a a prender fuego en el restaurante clandestino donde, una vez al mes, él y yo vamos a zamparnos un buen rabo de toro o un filete poco hecho. Creo que gracias a la prohibici?n, ahora, los carn?voros disfrutamos mucho m?s con los atracones de carne. En eso, la naturaleza humana no ha cambiado nada. El riesgo, el tab?, los interdictos que rodean a cualquier cosa la hacen infinitamente m?s deseable y atractiva.*Un amigo m?o, fumador secreto, me dec?a eso mismo hace alg?n tiempo: que él y sus amigos disfrutan ahora much?simo m?s en los fumaderos clandestinos, sabiendo que podr?an ir a la c?rcel por los pitillos que se fuman, que antes, cuando pod?an fum?rselos en cualquier parte sin riesgo alguno.

Osorio defiende a los “desequilibrados” y creo que lo hace por convicci?n, no por practicar su deporte favorito que es llevarme la contra. Seg?n él, los viejos ideales de justicia social y de sociedades igualitarias y perfectas, simplemente ya no exaltan a las nuevas generaciones, pues lo que hab?a en ellos de realizable ya forma parte de la vida moderna. Y lo que no, lo que albergaban esos ideales de quimérico e imposible, no los ilusiona, m?s bien los repele, porque, educados en el “realismo”, el sesgo principal de nuestra cultura actual, son pragm?ticos y no quieren perder su tiempo y su energ?a en cosas que nunca lograr?n, con las consecuencias que tuvo en el pasado la b?squeda de la sociedad perfecta: guerras civiles, revoluciones sangrientas y peores injusticias que las que se quer?a remediar. Seg?n Osorio, hay una gran sensatez y hasta sabidur?a en los j?venes de hoy al reemplazar el anhelo de un mundo perfecto por algo m?s humano, un mundo donde los j?venes vac?en puntualmente el est?mago y no padezcan del suplicio del acné. Le celebré la broma, pero, unos instantes después, me embarg? una gran tristeza al darme cuenta de que no bromeaba.

Cuando le dije que me parec?a una curiosa paradoja que los j?venes hayan empezado a despreciar el sexo, es decir, a materializar lo que los curas quer?an inculcarnos cuando éramos j?venes -aunque muchos curas lo practicaban a escondidas al derecho y al revés, sobre todo al revés- precisamente cuando las religiones comienzan a encogerse como pieles de zapa, Osorio me rectific?: “Se encogen las iglesias, no la religi?n”. Tuve que darle la raz?n.

Hab?a llegado a un punto en el que tanto Osorio como yo sol?amos estar de acuerdo: ?éramos libres o meros aut?matas? Georges Orwell no hab?a vivido ese problema, pues escribi? en las épocas del estalinismo m?s rabioso y lo combati? sin vacilar en libros espléndidos como “La granja de los animales” y “1984”,*como el hombre de izquierda que siempre fue, defensor de una izquierda democr?tica, si es que eso existi? alguna vez. Era un socialista que no lo era, que debajo de su socialismo democr?tico defend?a el capitalismo democr?tico, pues sab?a muy bien que sin empresas libres y privadas no hay libertad que sobreviva y que si el Estado controla la producci?n de bienes y el empleo, a la larga o a la corta se instala el comunismo de siempre, y, con él, el totalitarismo y la pobreza. Por eso es que desaparecieron la Uni?n Soviética y China Popular se convirti? en una dictadura capitalista de amiguetes. Pues en China existe una empresa privada de empresarios millonarios que se tragan todas las mentiras del régimen, pero ese régimen es una caricatura del capitalismo y la falta de libertad lo asfixiar? a la corta o a la larga.

?En qué régimen vivimos ahora? Imposible saberlo, pero lo seguro es que vivimos en la mentira sistem?tica. La econom?a funciona gracias a la empresa privada y a la econom?a de mercado, a la competencia, por supuesto. ?Pero somos libres? Ni yo ni Osorio lo creemos, aunque éste se lo crea a ratos. Yo tengo esa sensaci?n desde que desaparecieron los peri?dicos.*Es verdad que en casi todas las esquinas hay pantallas en las que se dan noticias todo el d?a, y que aparentemente representan a empresas que defienden diversas ideolog?as y sistemas.*?Es eso verdad? ?l y yo tenemos la impresi?n de que no, que, por debajo de las supuestas diferencias, las pantallas defienden una sola verdad –una mentira rigurosamente guardada- que todas est?n de acuerdo en su base m?s secreta en defender un sistema en el que gobierno y empresas, como ocurr?a en China en aquel tiempo lejano, est?n b?sicamente de acuerdo en mentir juntas, simulando unas discrepancias que en verdad son superficiales, porque hay un acuerdo sustancial de base en mantener*este sistema que enga?a a todo el mundo pues parece funcionar bastante bien, ya que hay trabajo, pensiones, medicinas y educaci?n para todos y una libertad que es una mera cortina de humo inventada por esa tecnolog?a de punta que mantiene entretenido a todo el mundo. Hombres y mujeres se han vuelto incultos y manipulados casi totalmente por la desaparici?n de la cultura, o, mejor dicho, su conversi?n en mera diversi?n. En otras palabras, somos unos esclavos m?s o menos felices y contentos con su suerte. Orwell no imagin? que ésta pod?a ser la evoluci?n de ese “socialismo libre” que él imaginaba y que era simplemente imposible. Pues ahora hemos perdido la libertad sin darnos cuenta, y, lo peor,*estamos contentos y nos creemos hasta libres. ?Vaya cojudos?

?No resulta extra?o que en estas condiciones el sexo haya perdido interés cuando su gran enemigo, el que m?s hizo por erradicarlo de nuestras vidas –por lo menos en teor?a-, la Iglesia Cat?lica, pierda fieles, catec?menos, sacerdotes, hasta haberse quedado convertida en algunos pa?ses en una especie de sociedad filatélica? Muchas veces hemos discutido con Osorio por qué las grandes iglesias, y*esos fan?ticos terroristas que quer?an acabar con ellas a punta de bombas y asesinatos, se van eclipsando en nuestro tiempo, pues lo mismo que con el catolicismo pasa con el juda?smo, el protestantismo, la iglesia ortodoxa y hasta con las iglesias orientales como el islamismo (en sus dos ramas) y el budismo: pierden fieles, vigencia, se van marchitando, tanto que muchos piensan que acabar?n por extinguirse. Luego de haber tenido tanta influencia en la historia, de haberla marcado a fuego, ahora, sin que nadie la ataque, y pese a que todos los gobiernos la subvencionan y nadie la hostiliza, las iglesias van desapareciendo poco a poco pues aquella lejana observaci?n de Nietzsche se ha hecho realidad: Dios ha muerto y a nadie le importa, pues hombres y mujeres han aprendido por fin a vivir sin Dios. Era también un producto de la cultura y como ésta se ha transformado en diversi?n, ni nos hemos dado cuenta de que a los viejos dioses los han reemplazado los futbolines, las im?genes de la pantalla, los circos, los dibujos animados y, sobre todo, la publicidad y sus m?ltiples manifestaciones que comienzan a no parecerlo.

Yo sospecho que la Iglesia Cat?lica sell? su partida de defunci?n cuando comenz? a modernizarse, cuando ese basti?n del machismo y conservadurismo, intolerancia y dogmatismo que fue anta?o, empez? a relajarse, a resquebrajarse, a hacer concesiones a los curas y laicos progresistas. Estos se salieron con la suya, pero en vez del**agiornamiento*que reclamaban, le dieron a la Iglesia el puntillazo. O sea, el tiro les sali? por la culata. Parec?a imposible y sin embargo ocurri?: la Iglesia comenz? a ordenar mujeres y nombrarlas obispos, autoriz? que los curas se casaran, como los pastores protestantes, y el Papa en persona celebr? un matrimonio gay en la mism?sima bas?lica de San Pedro. Mi pobre madre, que en paz descanse, cuando escuch? estas noticias y vio la escena en la tablilla digital lanz? un grito desgarrador y perdi? la conciencia. Se derram? de la silla de ruedas al suelo. Pobre viejita. “Eran adelantos indispensables para adaptarse a la época”, dice Osorio. “Si no lo hac?an, la Iglesia hubiera comenzado a marchitarse como una rosa expuesta al sol durante mucho tiempo”. ?No es lo que ha ocurrido, acaso?

Yo también discrepo con él en eso, por supuesto. A la gente le gustaba la Iglesia porque no se parec?a a la vida, a la sociedad tal cual es, porque representaba lo contrario de la existencia en el siglo. Dentro de la Iglesia uno se sent?a ya en el otro mundo, un territorio muy distanciado del de la rutina cotidiana. Era una ilusi?n bonita, hecha de ritos, de cantos, de incienso, de frases en lat?n que,*como*no las entend?an, a los fieles les parec?an sabias, celestiales, alusiones a vidas perfectas, heroicas y marcadas por la pureza, la inocencia y la paz interior. Ahora la Iglesia ha dejado de ser ese refugio: es una prolongaci?n de la vida de todos los d?as, donde casi todo est? permitido, donde ya no hay tab?es ni dogmas inflexibles. La Iglesia ha perdido misterio y dejado de ser interesante, pues se parece a esos partidos pol?ticos en los que nadie cree, a las fraternidades universitarias o a los clubes de f?tbol. Cuando el Vaticano estableci? que el limbo no existe, las cosas se orientaron para ella por el mal camino. La abolici?n del infierno tranquiliz? a muchos creyentes pecadores, desde luego, pero decepcion? a otros, mientras a quienes so?aban con que sus enemigos, quienes los hab?an maltratado y explotado, se quemaran eternamente en las llamas de Belceb?. Sin llamas y sin Belceb? el m?s all? perdi? mucho atractivo para gran cantidad de fieles. Ahora se dice que el Vaticano también va a declarar que el cielo s?lo exist?a como algo simb?lico y metaf?rico, pero que, en verdad, tampoco existe en un sentido tangible y material. ?Pobres m?rtires cristianos! Se hicieron descoyuntar en el potro, destrozar por las fieras, quemar vivos defendiendo los principios y verdades de la fe cristiana y resulta que ni el infierno ni el limbo ni el cielo existen. De qué y a quién pod?a servir la Iglesia en esas condiciones.

Ahora, conviene aclarar un punto en el que insiste mucho Osorio, y creo que con raz?n. La decadencia de las grandes iglesias no ha acabado con la religiosidad. S?lo que ésta se ha vulgarizado y encanallado de una manera bochornosa. Ahora que ya nadie cree en los curas, la gente se ha puesto a creer en los brujos, hechiceros, chamanes, adivinos, palmistas, santones, hipnotizadores, toda esa canalla de embusteros y estafadores que, por unos cuantos pesos, hacen creer a sus incautos clientes que existe el otro mundo y que ellos lo conocen, que el futuro est? escrito y es descifrable leyendo la borra de café, las hojas de la coca, consultando los naipes o una bola de cristal. Lo que las religiones serias hac?an con elegancia, belleza, complejidad intelectual, ahora es monopolio y ganap?n de p?caros, hechiceros de tres al cuarto y analfabetos. O sea, en los momentos de m?s alta modernidad cient?fica y tecnol?gica, volvemos al paganismo, a la hechicer?a primitiva. A eso nos ha conducido la cultura de nuestro tiempo. Y el huev?n de Osorio llama a eso el progreso.

Y en eso, de repente, me desperté. S?, me hab?a despertado. Era noche cerrada y el cielo se hab?a convertido en un mar de estrellas. Estaba sentado en el asiento de piedra de la Plaza de Oriente y a mi derecha, al frente, ten?a el Teatro Real, a la espalda el Palacio, y, frente a m?, la callecita de los restaurantes y de la puerta falsa del teatro por donde entraban los empleados, y, cuando hab?a ensayos, los actores, las actrices y los m?sicos. Sab?a perfectamente que, bajando por esa callecita encontrar?a, en la esquina y a la derecha, la Plaza de Isabel II, y que de all? arrancaba la callecita de mi casa. Se llamaba la calle de la Flora, por supuesto. El n?mero uno era el de mi cuartito y su ba?o, en la azotea. No estaba exaltado ni triste. Ahora recordaba que esa corta callecita era la de mi casa y que se llamaba, por supuesto, claro que s?, y lo repito de nuevo: la Calle de la Flora. Es muy corta. Mi casa estaba en la pr?xima esquina, en el encuentro con la calle Hileras, exactamente donde comienza la placita de San Mart?n, que, luego, se abre y se ensancha en la Plaza de las Descalzas. All? se halla uno de los conventos m?s antiguos de Madrid, lleno de cuadros, que s?lo se abre al p?blico los domingos y donde hay siempre una larga cola de gente para entrar.

Hab?a recuperado la memoria. Recordaba que, poniéndome de pie y recorriendo ese par de calles, podr?a entrar a mi casa, luego de perder todo un d?a busc?ndola. Nada de eso me exalt? ni alegr?. Yo sab?a que iba a ser as?. Hab?a pasado mucho miedo, sin duda, pensando que me morir?a en la calle como un perro vagabundo. Pero ahora estaba tranquilo. Segu?a sentado. ?Qué hora ser?a? No hab?a mucha gente a mi alrededor. Probablemente en la Plaza de Isabel II encontrar?a algunos borrachitos. No me pon?a en pie todav?a.

Pensé: “?Ha sido un d?a perdido?" No, no lo hab?a sido.*Hab?a sentido la muerte m?s cerca que nunca, sin duda, mientras, caminando alrededor de esta plaza, intu?a que mi casa estaba por aqu?. Ahora, hab?a recobrado la memoria. Luego de dormir y recuperarme, llamar?a a Osorio y le contar?a esta aventura. Hab?a sentido la muerte m?s cerca, pero no hab?a sido una pérdida de tiempo. Ahora sab?a que nunca m?s dejar?a mi casa –bueno, mi cuartito- sin llevar un papel con mi nombre y direcci?n, y con las instrucciones de que si ca?a muerto dieran parte a Osorio, cuyo teléfono y direcci?n pondr?a en esa misma tarjeta.

Respiraba sin dificultad, no ten?a fr?o ni hambre ni sed. No me sent?a feliz ni tampoco triste. Hab?a sido una aventura. Una nueva aventura. También una ense?anza. Pod?a perder la memoria y pasarme un d?a entero buscando mi casa, sin encontrarla. Tomar?a precauciones, andar?a siempre con aquel documento encima recordando mi nombre y direcci?n y el teléfono de Osorio. Era algo que hab?a aprendido. Era algo que hab?a ganado.

Me puse de pie con alguna dificultad. Sent? algo de fr?o. Nada grave. Sab?a que pod?a caminar, pero, eso s?, despacio, alargando las piernas,*la derecha, la izquierda, sintiendo algunos calambres, la derecha, la izquierda, pero con la confianza que me daba haber recuperado la memoria y saber perfectamente d?nde estaba mi casa. Llegar?a hasta all?, subir?a los cinco pisos despacio, sin agitarme, lavar?a los pantalones con jab?n y leg?a, y luego me acostar?a, tranquilo, con la conciencia de haber sobrevivido a una experiencia nueva que me hab?a acercado un poquito m?s a la muerte. Me lo dec?a a m? mismo, sin tristeza ni c?lera, con esa tranquilidad nueva: haber descubierto que pod?a perder la memoria y no encontrar mi casa y no saber quién era y perder todo un d?a tratando de recordar. Ahora sab?a quién era y d?nde estaba mi cuarto y mi ba?ito. Eché a caminar, sin apresurarme, tranquilo, como un hombre que ha salido a estirar las piernas y vuelve ya a su casa. “A mi casita”, pensé, con cari?o. Y sent? que me corr?an algunas l?grimas por la cara. (Repito que con los a?os me he vuelto muy llor?n).

La callecita de la puerta falsa del Teatro Real la conozco muy bien. Ya hab?an cerrado la mayor?a de los restaurantes, pero quedaba uno abierto, con dos parejas sentadas en las mesitas de fuera y pagando la cuenta. Al pasar junto a ellas, caminando despacio, les di las buenas noches. Me respondieron en silencio, con movimientos de cabeza.

Tem?a caerme y por eso daba pasos muy cortos. Al llegar a la esquina, doblé a la derecha y menos de un minuto después estaba en la Plaza de Isabel II, bien iluminada todav?a. Respiré tranquilo. Hab?a all? el espect?culo acostumbrado: la cola de taxis, los choferes formando grupos y fumando o conversando, una parejita muy joven, sentada en una banca y acarici?ndose, los dos quioscos de peri?dicos cerrados y, en la desembocadura de la calle Arenal, que iba hacia la Puerta del Sol, un perrito solitario tratando de morderse la cola. A su izquierda ten?a la calle que conduc?a a mi casa, bueno, a mi cuartito con su ba?o. Me repet? una vez m?s que subir?a muy despacio las escaleras, sin agotarme, aunque fuera sent?ndome un rato en todos los descansos. Se llamaba la calle de la Flora.*?C?mo hab?a podido olvidarla? Caminaba por ella despacio, muy seguro de m? mismo, sintiendo que hab?a hecho el rid?culo todo el d?a buscando mi casa. Ella estaba ah?, al final de la calle. Hab?a recobrado la confianza. Hab?a pensado en muchas cosas. Y tenido mucho miedo, por supuesto.

Lo tuve otra vez, cuando llegué a la esquina donde la calle de la Flora se encuentra con la de Hileras, y toca la min?scula plaza de San Mart?n, que se convertir? luego en la Plaza de las Descalzas y donde descubr?, palp?ndome los bolsillos, que tampoco ten?a la llave que abre el gran port?n del n?mero uno,**donde vivo. Sent? de nuevo el ramalazo del terror que hab?a tenido todo el d?a. ?Me pasar?a el resto de la noche sentado aqu?, en el suelo, esperando que apareciera alguien que viviera en este edificio? Sin embargo, tuve suerte. A s?lo diez o quince minutos de estar esperando, apareci? un se?or con bast?n, que reconoc? a medias. Se par? junto a la puerta y sac? una llave y la abri?.

Me acerqué a él y le dije: “Al fin lleg? usted. He olvidado mi llave. ?Me deja entrar?”. El se?or –era algo mayor- me mir? con desconfianza. “Vivo aqu?”, le aseguré. “En uno de los pisitos de la azotea. He estado todo el d?a caminando. Estoy muy cansado. Le ruego que me permita pasar”. El se?or asinti? y me abri? la puerta y se retir? para que yo entrara primero. Cuando estuve en el largo vest?bulo de adoquines, le agradec? de nuevo, efusivamente. El se?or iba también a la izquierda, es decir, no a las oficinas de los contadores, que est?n a la derecha, sino a la puerta contraria. Estuvo muy amable. Abri? la puertecita del ascensor con otra llave y, con un gesto, me pregunt? si subir?a con él. Aproveché y sub?. Nosotros, los de la azotea, no tenemos derecho a usar el ascensor. Eso s? que hab?a sido una sorpresa. El se?or viv?a en el tercer piso y desde all? s?lo me quedan dos pisos para llegar a mi cuartito.

Sub? aquellas gradas muy despacio, par?ndome unos segundos en cada escal?n, animado por una alegr?a ?ntima, que, sin embargo, conten?a los latidos de mi pecho; con el esfuerzo, se me hab?a agitado mucho el coraz?n. Lo sent?a en mi pecho crecido y latiendo de manera exagerada. Vagamente pas? por mi cabeza la idea de que pod?a quedarme muerto de un s?ncope antes de llegar a mi cuartito y a mi ba?o.

Sub? el resto de los escalones en c?mara lenta. Lent?sima. Apoyaba un pie en el escal?n de arriba y no pod?a creer que aquel esfuerzo de izarme al nuevo escal?n me costara tanto esfuerzo. Cuando llegué a la azotea, respiré m?s tranquilo. Si aqu? me daba un s?ncope, ya no me importaba. La gente, los vecinos me conoc?an, podr?an dar parte a la polic?a, e incluso a Osorio, que hab?a venido a buscarme algunas veces. Respiré m?s calmado y al llegar a la puerta de mi cuartito, descubr? que ah? estaba, colgando de la puerta, la llave. Mejor dicho, el llavero, con la llave que abre el port?n del edificio y la puertecita de mi cuarto. Hab?a salido tan de prisa esa ma?ana que me olvidé de sacar esas llaves, pues las dejé colgadas donde estaban todav?a. Tuve un instante de felicidad al sentir que aquella llave abr?a la puerta y que –por fin, por fin- entraba a mi cuartito.

Es muy peque?o y lo tengo lleno de libros y papeles. Pero muy limpio y ordenado, eso s?. Lo barro y arreglo todas las ma?anas, antes de salir a tomar mi cafecito y platicar con Osorio. Tiendo siempre la cama y doy a lavar las s?banas todas las semanas; no la frazada, ésta s?lo cada quince d?as. Lo mismo hago con mi ba?ito, con su ducha, lavador y retrete, que también esta ma?ana limpié, barr? y sacud? como lo hago todos los d?as, después de tomar una ducha en la que me jabono con cuidado, sobre todo el trasero, que, con los constantes vientos del d?a, tengo casi siempre sucio. Y esta noche, con todos los vientos que he soltado en el d?a, deb?a de estar m?s sucio que otras veces.

Por eso, apenas entré prend? la luz, comprobé con satisfacci?n que mi cuarto estaba limpio y ordenado; fui al ba?o muy despacio pues segu?a agitado, me quité los zapatos y el pantal?n. Fue una larga operaci?n, pues segu?a muy cansado y con mi coraz?n latiendo en mi pecho como desbocado.

Cuando descubr? que mi calzoncillo estaba lleno de caca, me embarg? una gran tristeza. Hab?a sentido los vientos, por supuesto, pero no que se me sal?a la mierda. Hab?a desbordado el calzoncillo y manchado las piernas. Estaba convertido en el hombre-caca, del culo para abajo. Sent? mucho asco de m? mismo. Pero*en vez de quedarme idiotizado, compadeciéndome de esa peque?a cat?strofe, me saqué el calzoncillo, eché toda la caca que conten?a en el retrete y jalé la cadena. Funcionaba muy bien y, una vez que la caca desapareci? y el retrete estuvo otra vez limpiecito, solté la ducha y calculé que saliera el agua tibia y me ba?é, limpi?ndome las piernas y el trasero con cuidado, hasta comprobar, una y diez veces, que tanto mi trasero como mis piernas quedaban impecables. Luego lavé en la ducha el calzoncillo con jab?n y lej?a hasta que qued? limpio también y lo colgué con un par de ganchitos en la barrita de la ducha para que se secara. Luego me sequé yo, cuidadosamente, sintiendo que me dorm?a, bostezando sin cesar.

Fui a mi cuarto y no me puse el pijama que tengo doblado bajo la almohada de mi cama. Estaba muy cansado pero contento de haberme duchado y limpiado mis piernas de toda esa mierda pestilente que la hab?a ensuciado durante horas y horas sin que yo me diera cuenta.

Me sequé la cabeza con insistencia, pasando la toalla por mis pelos una y otra vez, recordando una vez m?s que mi abuelito, en la noche perdida del tiempo, sol?a decirme que no era bueno dormir con la cabeza mojada, porque me pod?a volver loco. Y el viejecito se llevaba un dedo a la sien y se re?a, imitando a Napole?n, que al parecer perdi? el juicio en Santa Elena. Es uno de los escasos recuerdos de mi ni?ez, de esa infancia que se me ha borrado, salvo recordar que fui feliz mientras no supe la horrible manera en que las se?oras se quedan embarazadas y paren a los ni?os. Mientras cre?a que a éstos se los encargaba a Par?s y que los tra?an las cigüe?as, fui feliz. Creo que cuando supe la verdad ya nunca m?s fui feliz.

Por fin, me met? a la cama, me abrigué bien, me encog? y apagué la luz.

Casi al instante comenz? eso que llaman una taquicardia acelerada. Pero lo que me asust? no fue el coraz?n sino el sudor. No hac?a calor, m?s bien fresco o fr?o –eran los finales del oto?o, la época m?s bonita de Madrid- y estaba empapado con la transpiraci?n. Me limpié la cara con las manos y luego con el pa?uelo y finalmente con la misma s?bana; pero era in?til porque el sudor brotaba casi de inmediato y me volv?a a mojar la frente, el cuello y ahora sent?a que bajaba y me hab?a tomado también el pecho, la espalda y hasta las piernas. ?Qué ten?a? Pensé inmediatamente en llamar a Osorio, pero me desanim? la idea de que era muy tarde y mi amigo sol?a acostarse muy temprano. ?Qué iba a decirle? ?Qué estaba con taquicardia y sudando? Se reir?a de m?. “Me olvidé de la direcci?n de mi casa y he estado todo el santo d?a busc?ndola, hasta hace un momento. He lavado mi calzoncillo que estaba lleno de mierda, me duché, me he acostado y ahora estoy con taquicardia y ba?ado de sudor.” Osorio se reir?a de él y me responder?a con alguna broma: “?Y me despiertas por esa tonter?a?”.

En vez de llamarlo me acurruqué; traté de olvidarme del sudor, me encog? mucho, hasta tocar con mis rodillas mi ment?n y esperé que llegara el sue?o. Pero, en vez de eso, los latidos de mi coraz?n aumentaron. Para poder respirar deb?a tener la boca abierta todo el tiempo. En la oscuridad del cuartito, pensé, asustado: “?Me voy a morir?”. Lo hab?a pensado muchas veces, sobre todo en los ?ltimos tiempos, cada vez que ten?a un malestar. Pero ello siempre hab?a pasado, sobre todo cuando me dorm?a. Ahora, mi coraz?n segu?a latiendo como un bombo en el pecho y*segu?a con la boca abierta para poder respirar pues sent?a que me faltaba el aire. Adem?s, hab?a comenzado a dolerme el pecho, el hombro y el brazo derecho. ?Llamar?a a Osorio? ?Lo despertar?a? Pensé que oir?a su risita burlona: “?Te est?s muriendo, hermano?”. Y me contuve.

Ahora no s?lo me dol?a el pecho sino también el hombro y el brazo izquierdo y segu?a sudando de la cabeza a los pies. Y me dol?an mucho el pecho, el hombro, el cuello y hasta la espalda. Era un dolor m?ltiple, que interesaba los m?sculos, los huesos, las venas, los tendones. Y mi coraz?n segu?a latiendo con mucha fuerza en el pecho. Sent?a que me iba hundiendo en algo que no era el sue?o, sino un desmayo. ?Me ir?a a desmayar? Ahora sent?a que temblaba todo mi cuerpo, de la cabeza a las plantas de los pies. Y ten?a un mareo en el que me iba hundiendo como en un remolino. Bueno, tal vez era lo mejor. Que la muerte me sorprendiera en el sue?o era una buena manera de morir. Osorio me llamar?a en la*ma?ana, seg?n el acuerdo que ten?amos, y al no obtener respuesta sabr?a que hab?a muerto en el sue?o y dar?a parte de inmediato, para que viniera la ambulancia. Los enfermeros constatar?an que ya estaba muerto y llevar?an mi cuerpo al columbario de Madrid. De inmediato, o, m?s bien, después de alg?n inevitable papeleo, lo incinerar?an. Ya los gusanos habr?an hecho presa de mi cad?ver, pero el fuego los destruir?a. Me dol?a much?simo el pecho. S?, éste no era un simple amago. Era el final. No estaba asustado, s?lo adolorido. Sent?a que me iba hundiendo en algo viscoso y confuso, evidentemente no era el sue?o sino los albores, la bienvenida de la muerte. No me consol? imaginar que dentro de pocos minutos (?segundos?) sabr?a si exist?a Dios, si ten?amos un alma que sobreviviera a la desaparici?n de esa energ?a corporal que ten?a a mi coraz?n latiendo y a la sangre corriendo por mis venas, o si en el futuro s?lo habr?a silencio y olvido, una lenta descomposici?n del organismo, hasta que las lenguas del fuego extinguieran esa carne sucia y mojada que ya comenzaba a pudrirse cuando la quemaron.

Madrid, 15 de diciembre de 2020



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